lunes, 22 de febrero de 2010

El Dolor, mi dolor.

El cementerio estaba empapado. Las gotas resbalaban por las lápidas y acariciaban las fotos de los difuntos olvidados. La lluvia golpeaba mi cuerpo sin miramientos y se reía de mi dolor. La Luna asomaba entre las oscuras nubes nocturnas e iluminaba la tenebrosa escena que nos rodeaba.
Yo estaba manchado de barro y sangre. Barro de cavar en la tierra húmeda y sangre de los numerosos arañazos que había sufrido en las manos mientras cavaba.
Mientras hundía mis dedos en la fría tierra y la lanzaba a ambos lados de mi cuerpo, podía sentir las gotas heladas golpear mis orejas, y también podía sentir las lágrimas escapar de mis ojos y morir contra la humedad del terreno.
No podía consentir aquella situación. Estaba seguro de que me habían mentido. Tenía que comprobarlo por mí mismo. Por fin alcancé el ataúd enterrado unos metros por debajo de mí y tiré de él para colocarlo sobre suelo liso. Me limpié el barro de las manos en los pantalones y lo abrí con cuidado.
Allí dentro dormía la más radiante doncella de cuantas habían existido y existirían. Su pálida piel recibía los gélidos impactos de la lluvia sin inmutarse. Sus facciones mostraban la paz del descanso eterno. Sus labios estaban fríos cuando me acerqué para besarlos.
Acaricié su mentón y después deslicé mis dedos por su oscuro cabello sin vida, que se desparramaba por toda la caja de madera. Sus ojos estaban cerrados. Si hubiese logrado abrir los párpados me habría podido mostrar aquella fría mirada que lograba consumir mi corazón.
Impotente ante la idea de no poder hacer nada por ella, desgarrado por saber que estaba muerta, apoyé la cabeza en su regazo y lloré con más fuerza y menos consuelo. Jamás podría volver a besarme, ya no sentiría sus dedos rozando mi espalda, y su aroma ya no inundaría la casa cuando me despertase.
Me puse en pie muy despacio y cerré la caja de nuevo. La introduje en su agujero y lancé la tierra que antes la cubría. Destrozado, me dejé caer de rodillas sobre la tumba de mi difunta esposa y me abracé a su lápida. Sobre la fría piedra gris podía leerse un bonito epitafio bajo su nombre, la fecha en que nació y el fatídico día en que la perdí para siempre.
Incapaz de concebir una vida sin ella, eché a andar y no me detuve jamás. Seguí caminando hasta que mi agotamiento fue tan grande que me obligó a caer.
Y al caer, morí.
Y al morir me reuní con ella.

3 comentarios:

  1. No se si decir que bonito, o que triste..
    mejor melodramaticamente bonito,que asi se encuadran las dos cosas a la perfección.
    Perfecto como siempre, aun que sea un final,¿triste?

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  2. Melancólicamente dulce y suave... triste, pero con tacto y sentimiento...
    Los límites muy bien cercados... te sitúan en el presente, y más tarde el futuro se encuadra en el mismo instante...

    Se escapa de sus brazos, se queda sin nada...
    Un autómata vacío que vaga a la deriva para encontrar un destino... junto a ella...

    P.D: Sueña...
    :)

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